Bien es cierto que no pocos han sido los debates sobre si el flamenco es un estereotipo, incierto o sesgado, con caracteres de analfabetismo, vaguedad y carácter lúdico de la nación, que ha estigmatizado a España y otorgado la falsa imagen de pueblo festivo, poco amante del trabajo, pasional y arcaico.
En numerosas ocasiones, los responsables de políticas culturales en España han intentado difundir, comunicar y fomentar otras artes escénicas consideradas “para público culto” en aras de eliminar la imagen que se proyectaba de España en el exterior.
Sin embargo, a partir de 1992, coincidiendo con la Exposición Universal de Sevilla, el incipiente turismo y demanda de productos flamencos, sumado a la profesionalización de los agentes que participan en el proceso de gestión cultural, se diseña una nueva proyección o línea de actuación para el flamenco: si la población nacional e internacional demanda flamenco, ofrezcamos a este apoyos para hacerlo competitivo en el mercado y generemos un nuevo yacimiento de empleo.
A partir de entonces, el flamenco ha sufrido un giro de 180 grados.
De ser un subproducto cultural de segunda categoría en todas sus acepciones (infraestructuras donde se representa, profesionalidad de artistas, canales de comercialización, características del espectáculo) ha pasado a ser un producto cultural de primer orden, tanto por los lugares donde se representa, como por la profesionalidad y dedicación plena de quienes participan en la producción de la obra, pasando por quienes la gestionan y comercializan.